Transmutaciones
Ayer tuve un viaje hermoso a mi niñez, a mi familia, a los tiempos en que la vida era muy diferente pero definitivamente no más fácil para mí.
En lo que a comida se refiere no suelo ser difícil, sin embargo hay platillos que aunque puedo comerlos, no son mi primera opción ni suelo tener antojo de ellos. Un muy buen ejemplo es el mole de olla. Es un plato que, cuando me es ofrecido como parte del menú en algún lugar fuera de casa, generalmente pregunto si hay otra opción, o bien me resignaba cuando en casa se decidía esto para la comida del día. La primera vez que lo probé no debía tener más de diez años y recuerdo perfectamente que a primera vista el color y la apariencia no me sedujeron ni poquito, el aroma tampoco ya que no gusto particularmente de los guisos con res. Aquélla vez no tenía otra opción que comerlo y recuerdo que al final no me desagradó, incluso lo disfruté y me pareció una experiencia diferente a lo que estaba acostumbrada a comer. Después de esa primera experiencia tengo algunas otras impresas en la memoria, y creo que fue precisamente por eso que justo hace unos días sentí el antojo y la necesidad de mole de olla, pero no solo de comerlo sino de prepararlo yo misma. La semana pasada fue 10 de mayo y fue el primer 10 de mayo, Día de las Madres, sin mi mamá. Y, al menos por este año, ese día perdió todo sentido para mí, al grado de que mi nivel de energía estaba en ceros y me movía por pura necesidad. Al avanzar la semana me fui sintiendo mejor y recuperé el buen ánimo, tuve impulso para ser productiva nuevamente e incluso disfruté salir y planear cosas, ver amig@s y recibir visitas. Pero la ausencia está ahí, y con tanto bombardeo mediático sobre el 10 de mayo era inevitable pensar en mi mami y recordar todos los años que sí pasamos juntas ese día, básicamente los 38 años que tengo de existencia, aunque no pueda recordarlos todos y cada uno a detalle.
Y ¿qué tiene que ver el "mole de olla" con mi mamá? Pues todo. Era uno de sus platillos favoritos y resultaba un deleite verla comerlo después de pedirle a mi abuelita, a alguna de mis tías o a mi papá, se lo prepararan. Yo nunca antes sentí la necesidad de aprender a cocinarlo al ser algo que no me provocaba comerlo en primera instancia, pero pienso que ahora, después de haber vivido otro golpe del duelo por ya no tener a mami físicamente conmigo, algo dentro de mí eligió transmutar la tristeza y el dolor a través de la comida, a través de un plato que ella disfrutaba mucho y que, al volver a probarlo, me llevó de regreso a los días en que ella estaba aquí y aún disfrutaba la vida. Fue extremadamente satisfactorio para mí el haber logrado recrear el sabor y el sazón del plato que comía de niña, del plato que en mi familia se preparaba con tanto amor para el disfrute de todos, pero de una persona en especial. Cocinar me parece un acto perfecto de amor, porque se trata de nutrir el cuerpo de las personas que amas y al mismo tiempo de demostrarles lo mucho que te importan al procurar que no solo se nutran, sino disfruten plenamente la experiencia. Desde que aprendí a hacerlo, quizá a mis 12 o 13 años, ha sido una actividad que disfruto enormemente: pocas cosas me dan más felicidad que disfrutar yo misma la comida que preparé, porque me quedó deliciosa, y ver que además la disfrutan mis personas importantes. Me hace sentir que todo vale la pena. Cocinar es uno de mis lenguajes del amor y ayer descubrí que también es un medio para sanar y sentir cerca a las personas que amamos y ya no están.
P.S.: Mi momento "Anton Ego" de la comida fue casi al final, al dar la primer mordida al elotito que rezumaba la sabrosura del caldito y abundante jugo de limón, ESE momento fue EL momento en que volví a ser esa niña, y una lagrimita de felicidad y amor casi se escapa de mis ojos.
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